martes

Santo dos Croques.

El arzobispo se apeó de su blanca y espléndida montura, e impecablemente vestido, con bonete incluido, paseó sus carnes por el lugar con la nariz bien levantada. Tras él, cual invisible sombra, caminaba fray Antón, cuya dedicación a los más pobres le impedía allegarse demasiado a la vulgar magnificencia de su superior. Mateo trabajaba de espaldas a ellos dando órdenes muy concretas a sus albañiles. Justo en aquellos momentos, discutía con un joven alumno sobre qué tipo de adorno grabar en el capitel de alguna columna interior.
La catedral de Santiago iba tomando forma, y ya tan solo quedaban algunos adobíos por colocar. No obstante, el pórtico de la Gloria había sido rematado por fin, otorgando una fama a su genial artífice que el envidioso prelado no podía ignorar.
-¡Maese Mateo! ¡Muy buenos días tenga usted! -aquel cuarentón de pelo rizado se volvió enarcando una ceja al verse frente a tan ilustre personalidad. Siempre le habían repugnado aquellos que hacían ostentación de sus riquezas, y la regordeta mano que el obispo le tendía estaba cuajada de sortijas que debían de pesar un quintal. Tragándose toda su inconmensurable dignidad, el edificador hizo el gesto de besar la mano del obispo metropolitano sin tocarla siquiera.
Con todo, éste prefirió pasar por alto aquellas renuencias y habló al arquitecto sin casi mirarle a los ojos: A mis oídos han llegado buenas nuevas que hablan de tu trabajo, Mateo: todos dicen que eres un genio, y que llevas muy bien las obras en esta catedral -el constructor asintió sin dar demasiada importancia a las jabonosas palabras del clérigo, encaminándolo hacia el glorioso pórtico como si estuviera muy interesado en tan inútil conversación.
Los peregrinos llegaban a miles desde que el portal había sido finalizado. Hombres y mujeres de toda Europa hablaban de las maravillas del altivo templo. La construcción románica iniciada por el francés Bernard había sido acondicionada a los nuevos y góticos tiempos, adquiriendo así mayores alturas y siendo engalanada por innumerables motivos escultóricos naturalistas, a los cuales Mateo era realmente proclive.
De hecho, él mismo era escultor además de maestro albañil. Después de una corta estancia en Francia, el compostelano estaba completamente dispuesto a erigir una catedral en su ciudad natal que rivalizara con la que tanta fama había dado a la abadía de Saint-Denis.
Una pedigüeña harapienta pero joven se apostaba justo en la entrada, como otros tantos mendigos. El obispo echó unas monedas sobre su pálida mano extendida sin dignarse mirarla. -Deberíais de inventar algún método para evitar este hedor a humanidad -comentó el arzobispo, amonestando al flacucho monje. -Son demasiados los peregrinos que entran en el templo, Ilustrísima. Todos vienen cansados y sudados, y muchos de ellos incluso enfermos. Los que no son miserables de solemnidad, y casi de nacimiento, hieden tanto como aquellos que se hallan cubiertos de pústulas y costras; como esos pobres leprosos de los que me he encargado hace poco en Sarria.
-¡Disculpas! Un templo dedicado al Señor debe ser gloria bendita. ¡Sahumarlo con incensarios! ¡Haced algo, por Dios! Me han comentado que un par de emisarios del papa pasaran la próxima semana por aquí, y no me gustaría que esos caballeros se llevaran una mala imagen de esta ciudadela.
-Pues como no construyan un turíbulo gigante, colgado oportunamente del techo, veo poco probable ocultar los olores propios de unos caminantes fatigados hasta la extenuación -añadió Mateo con cierto sarcasmo.
El cura le echó una mirada iracunda, y luego la alzó para perderse en los detalles del glorioso zaguán... Evidentemente, le costó lo suyo tragarse un tremendísimo “¡Oh!”. Y una vez hubo recobrado la compostura, el religioso se pasó cinco largos minutos examinando aquella obra maestra.
Al poco rato de entrar en la catedral, los detalles de la piedra, la luz y la grandiosidad del templo lograron que su oronda figura se empequeñeciera aún más.
-Buen trabajo, Mateo... Es una lástima que vosotros, los maestros albañiles, no podáis pasar a la posteridad. Si acaso fueras quien de encargarte de un conjunto escultórico para mi futuro panteón...
-Tengo demasiado trabajo aquí, Señoría. Me resultaría del todo imposible -gimió Mateo con indisimulada socarronería.
-Lo supuse -sentenció el gordo con sequedad-. En fin, supongo que mi rostro sobrevivirá al cadalso gracias a algún famoso pintor florentino. Vos, en cambio, aunque os dierais de cabezazos contra vuestra amiga la piedra, jamás podríais llegar a dejar en este mundo otra cosa que no fuera alguno de esos toscos epígrafes gravados en la roca, a los cuales nadie atiende. ¡Después de tantísimo trabajo es una auténtica pena!
-Mi meta no es transcender, señor obispo, sino servir a la Humanidad con lo que mejor sé hacer -y a aquellas sabias palabras, llenas de una rabia contenida, el ascético fraile benedictino se sumó con una franca y cómplice sonrisa.
-Os dejo con vuestra obra, pues... Seguid así, albaníl -escupió finalmente cual amargada despedida aquel vanidoso obispillo.
Pero cuando la incómoda visita se hubo marchado, el maestre habló con su discípulo más aventajado y le pidió que mandara traer un bloque de buen tamaño. Le hervía la sangre y tenía los nudillos blancos de tanto apretar aquellas encallecidas manos. ¡Claro que dejaría su imperecedera huella en una obra inconmensurable que le iba a llevar la vida entera! ¡Claro que su imagen estaría allí por el resto de los tiempos!
Por eso aquella misma noche comenzó a tallarse a sí mismo en piedra, pues el pétreo hombre que sacaba de la roca con el escoplo de cantería, y que iba a parecer un santón dando la bienvenida a los peregrinos, no era otro sino el propio escultor. De hecho, todos sus alumnos supieron reconocer en aquella imagen al venerado profesor. Y fue así como el nombre del maestro Mateo sobrevivió al paso del tiempo, de la mano de la grandiosidad de su obra, aunque nunca supiéramos demasiado de la vida de aquel tenaz y habilidoso genio, el cual dejó su firme impronta en la auténtica meca de la Cristiandad.

Relato de Marcos Dios Almeida