Esa historia ya oculta por la bruma del olvido, resurgía en mi mente como
por arte de magia. El interruptor había sido la ciudad de Jaca y había
encendido una luz en mi interior que hasta esa mañana estaba en tiniebla.
Volviendo la vista atrás, me compadezco de cómo me apee del autobús, después de
un largo viaje, desesperanzado y hastiado, a una ciudad que se levantaba con el
tímido sol de invierno. Huyendo de fantasmas imaginarios, cargando a prisa una
mochila de objetos que no necesitaría, y con el objetivo de no mirar atrás ni
preguntarme el porqué hacia esto, emprendía ese día un camino que me llevaría hacia
Santiago de Compostela y hacia mi propia infancia. Tal eran las ganas de huir,
que sin visitar la ciudad comencé a dar mis primeros pasos como un bebe,
nervioso y titubeante mientras el día se iba abriendo. Fue al cruzarme con unos
militares haciendo instrucción cuando reapareció aquella historia que me había
contado mi padre.
Él había hecho el servicio militar por el pirineo aragonés, entre Barbastro
y Sabiñanigo. Siempre gustaba narrar sus experiencias durante casi dos años de
mili. Recordaba como un día, por tierras jacetanas, haciendo su regimiento una
parada para el descanso, les adelantó caminando una figura enjuta y polvorienta
que cargaba una mochila y se apoyaba sobre un bastón espigado y alto como él.
Todos sus compañeros les saludaron pero mi padre decidió acompañarlo unos
metros, preguntar por su viaje y hurgar en su motivación; fue así donde por
primera vez supo del Camino de Santiago y de los sueños y anhelos de los
peregrinos. Contaba como aquel encuentro le emocionó y superando el trabajo
diario y las obligaciones familiares que le impedía coger vacaciones, un día
viajó los 900 kilómetros que separaban su hogar de Somport para emprender su
tan anhelado Camino. Su preparación física era escasa y su indumentaria poco
que ver con la actual. Recuerdo portar de pequeño su pesada mochila, verde
militar de tela áspera, e imaginarme escalando picos nevados y crestas
imposibles bajo un viento gélido…
Allí se presentó un día fresco de primavera por sus ya conocidas tierras
pirenaicas. Imagino su cara de satisfacción y como sus recuerdos de joven
confluirían en él al igual que el rio Aragón lo hacía en el valle. Lleno de
energía, cumpliendo un sueño que había macerado durante tanto tiempo, era hora
de descorchar tanta ilusión y bebérsela a cada paso de un camino que ahora
emprendía. Contaba lo difícil que fue no perderse por una ruta que carecía de
señales. Como dormía a la intemperie y se guiaba por su intuición o por las
señales que él creía le daba el camino. No pocas veces se dejaba
acompañar por alguna carretera solitaria o algún perro descarriado que siempre
le conducía a algún pueblo, y como sonreía al recordar los rostros extrañados
de algunos lugareños cuando les decía que iba a pie camino de un lejano
Santiago de Compostela. Lo importante no es llegar al destino sino el camino
recorrido, repetía continuamente.
Y dentro de aquella aventura, contaba como su más preciado tesoro, el
encuentro con una persona muy especial. Fue en una de sus primeras jornadas, y
lo recordaba como si aquel día recibiera una vela que habría de llevar hasta su
meta, una vela que lo iluminaría en las noches de soledad o en los momentos de
dificultad. Fue camino de un pequeño pueblo, llamado Arrés cuando, fruto de su
desvío por visitar San Juan de la Peña, la noche se le echó encima. Desprovisto
de avituallamiento, no temía la noche pero si un estómago vacío, por
tanto decidió apresurar su paso para llegar al pueblo. Recuerda de dar vueltas
y vueltas, intentando orientarse mientras el sol se desplomaba por las colinas
de poniente. Se sentía desconcertado, pues si bien esa zona no la había frecuentado
en su periplo militar, no comprendía como podía perderse una persona como
él, llena de recursos y buena orientación. La oscuridad, solo quebrada por los
destellos de su linterna, se había apoderado del cielo y después de horas
intentando acallar su estómago y sobre todo a una conciencia que le empezaba a
jugar malas pasadas por no proveer alimento, consiguió dar con una carretera
que le debería llevar a algún lugar habitado. Fue entonces como apareció,
deslumbrándolo de frente, dos focos precedidos de un familiar ronroneo mecánico
que intuía la aparición de un dos caballos. Era una furgoneta, destartalada y
de color blanco, que al llegar a su altura, y sin mediar señal por mi padre, se
paró bruscamente y de él descendió un hombre que sin cruzar palabra le plantó
una mano abierta y enérgica en señal de saludo. Vestía jersey negro de cuello
alto y pantalones oscuros que afinaban su figura. Poco sabía mi padre de
interpretar ojos, pero aquellos que se ocultaban bajo unas gafas cuadradas de
fino metal eran tan trasparentes que dejaban a la vista un alma humilde, serena
y luchadora. - Vamos hombre, arriba- le
dijo, y saltando este por encima del asiento delantero se colocó entre dos
muchachos que custodiaban varios cubos de lo que parecía pintura amarilla. Arrancó
presto y con el habitual balanceo materno del Citroën dos caballos llegaron
hasta Arrés en un santiamén. Al igual que mi padre, ese hombre y sus dos
acompañantes estaban tan hambrientos y sedientos que el primero no dudó en
aporrear la puerta de la fonda que más bien parecía abandonada que llena de
humeantes cacerolas. Con esa fuerza y decisión que transmiten muy pocas
personas, este transformó con su sonrisa a un dueño que abría la puerta con
rostro de enfado y gana de bronca, en un dócil y amable camarero que en diez
minutos estaba sirviendo raudo una mesa para cuatro comensales, llenándola de
viandas y vino fresco.
Fue así como conoció mi padre al párroco Elías Valiña. Y así es como ese
recuerdo afloraba ahora que yo emprendía mi propio camino, lleno de
titubeos y miedos que dejar atrás, sentimientos de culpa, soledad buscada y
complejos ocultos en mi mochila. Ese niño oculto que todos llevamos dentro,
llamaba a la puerta de mi corazón para abrirse paso. Fue en Jaca donde
reapareció aquella historia, para insuflarme ánimo ante una empresa que no sé
porque emprendía pero que ahora estaba seguro que cambiaría mi forma de mirar
la vida. Convencido estaba que no necesitaría un milagroso encuentro para darme
fuerzas como el que pudo tener un peregrino medieval con Santo Domingo de la
Calzada cuando construía con sus manos el puente sobre el río Oja, o el que
tuvo mi padre con otro santo jacobeo, Elías Valiña que tatuó con pintura
amarilla y mucho trabajo un camino que renacía al mundo. Sin querer ya había
tenido ese encuentro y no me había dado cuenta, desde mi nacimiento lo
había tenido y no era consciente. Ya tenía mi propio milagro, que me
acompañaría durante mi camino, que no era otro que la presencia del peregrino
bondadoso, humilde y vivo que era mi padre. Fue en aquella mañana, mientras a
lo lejos sonaba el tañido ronco de una campana, cuando brotaron lágrimas
que avivaron mis primeros pasos y aligeraron el peso de mi mochila.